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miércoles, 3 de abril de 2013

Adiós Abuela Artelia



ADIÓS, ABUELA ARTELIA
Enseñar a leer y a escribir a un niño es uno de los actos más nobles que existen. Enseñar a leer es enseñar a aprender el mundo, porque todo el mundo está hecho de palabras; por eso, aprender a leer es un acto tan fantástico, tan mágico, tan necesario. Enseñar a escribir, por su parte, es dotar a un niño de las armas necesarias para reconstruir el mundo y darle también la capacidad de inventar otros mundos. Al igual que muchas generaciones de chulucanenses, tuve la fortuna de beber ese aprendizaje en las manos sabias y las palabras maternales de la abuela Artelia Gómez de Rivas.
La maestra Artelia era grande por dentro y por fuera, y tenía el aspecto de una abuela bíblica. Era maternal como la leche tibia, sus ojos iluminaban nuestro mundo infantil, y su voz tenía el poder de convocar la inteligencia. Para nosotros, era hermoso llegar todas las mañanas a la escuelita de Nuestra Señora de Fátima y ver sus cabellos que parecían bañados en oro blanco. Era una abuela de modales tan suaves que parecía estar hecha enteramente de algodón. A su lado, uno se sentía siempre pequeño, como ante una madre. Pero la maestra Artelia era una abuela de la escuela antigua: capaz de llenarte de besos si aprendías las lecciones del Coquito, o aplicarte un buen “betazo” por flojo o malcriado. Era la suma del amor y la disciplina, es decir, del mejor amor.
Sin embargo,  la abuela Artelia no solo nos adiestró en el sagrado arte de la escritura, también, sin querer, nos enseñó a usar nuestra imaginación: para escarmentar a los que se portaban mal o incumplían los deberes, amenazaba con encerrarnos en un cuarto oscuro en compañía de un esqueleto que nunca nadie vio y que, por eso, se volvió una leyenda: ¿Cómo sería?, ¿cuál era su aspecto?, ¿qué cosas terribles era capaz de perpetrar?, ¿sobreviviría el primero de nosotros que tuviera que entrar al misterioso cuartito?  Sin saberlo, la abuela Artelia, al confrontarnos con nuestros miedos infantiles, nos estaba enseñando que también es posible inventar el mundo y poblarlo de seres a la medida de nuestra imaginación. Es decir,  la abuela Artelia no solo me enseñó a aprender el mundo, sino a reinventarlo. Tal vez, en aquellos lejanos años de mi infancia feliz, nació en mí el gusto por la fábula y la fantasía. Ese gusto que se manifestaría años después en mi amor por la literatura y en mi modesta faceta de creador de historias y personajes.
Hoy, nos toca ponernos de pie;  hoy que la muerte, esa realidad brutal sin pizca de ficción nos ha arrebatado a la abuela Artelia, quiero rendir un homenaje callado a la mujer y maestra primigenia que me enseñó a aprender el mundo con las primeras letras de mi cuaderno de colegial.
Abuela Artelia, hoy que te vas a descansar al reino inefable que te reclama, quiero agradecerte por tu bondad y dedicación infinitas. Nunca olvidaré que te sentabas a nuestro lado y nos llevabas de la mano para que pudiéramos dibujar nuestras primeras vocales, y a la salida de las clases nos hacías cantar: “Adiós quiere decir… vaya usted con Dios…”. Recuerdo que nos hacías prometer que seguiríamos cantando hasta llegar a casa. Perdona, abuela, nuestras diabluras de churre, porque muchas veces apenas volteábamos en la Callao con Ramón Castilla, apretábamos la carrera como pájaros desbandados que no cantaban. Y tú solo querías que fuéramos buenos. Tal vez éramos muy niños para entender que no solo querías cultivar nuestros cerebros vírgenes, sino también nuestros corazones.
Adiós, abuela Artelia, no olvides que al enseñarnos a leer y escribir tu presencia se queda en nosotros, en miles de chulucanenses, en cada una de sus frases, en cada correo electrónico, en cada buen libro que leemos, en el periódico de las mañanas, en esas notas escritas para nuestros seres queridos,  en la lectura misma de este artículo. Si la escritura es trascendencia e inmortalidad, entonces una parte de ti trasciende y se inmortaliza en cada uno de nuestros actos. Hoy, abuela, con una espada atravesada en la garganta, nos despedimos con la tristeza de ya no verte, pero con la alegría de haberte conocido, y lo hacemos con la canción que tú misma nos enseñaste: “Adiós quiere decir… vaya usted con Dios,… Mi corazón se alegra… contigo voy, Señor…”.
José Lalupú - Escritor y docente universitario

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