Por el Dr. David Arce Martino
En la última vez que fui a Chulucanas tuve la oportunidad de conocer a una adolescente de 17 años que, acompañada de su madre, acudió a la consulta. La madre se esforzaba por decirme que había convulsionado en siete ocasiones y que nunca antes, ni de churre ni más grande había convulsionado. Ya la había llevado donde una curiosa y ante un brujo pero las convulsiones seguían. También fueron a Piura para que las vea el neurólogo quien indicó anticonvulsivantes y análisis para descartar neurocisticercosis, porque esta enfermedad es frecuente en el Alto Piura, donde la mal conocemos como “triquina”.
Al conversar con la familia, me enteré de algunos antecedentes. Sucedía que exactamente hacía un año, el conviviente con el que la paciente ya había cumplido un año de pareja, se había ido de repente con su mejor amiga y ya estaban formando un hogar. Lo que más le incomodaba es que su amiga le pidiera que sea madrina de su primer niño. Ella accedió a ser madrina. El día de la ceremonia sucedió su primera convulsión, justo cuando estaba por echarle el agua al niño. Todos corrieron a auxiliarla, se armó un alboroto, y la fiesta se dispersó.
La segunda vez que convulsionó había sido en el colegio, antes de que le entregaran sus calificaciones de fin de año. En realidad había salido aprobada, pero como ella pensaba que no aprobaría, se desmayó.
Luego vendrían más oportunidades en que se desmayaría, especialmente cuando tenía alguna preocupación intensa que, según ella no podría manejar.
Lo interesante es que sus convulsiones no seguían los patrones que tienen todas las convulsiones: nunca se mordió la lengua, nunca tuvo relajación de esfínteres, nunca se había orinado ni se había ensuciado durante las convulsiones. Eran unas convulsiones extrañas porque si es que no había nade se reponía más rápido que cuando había mucha gente preocupada por cuidarla.
Estas convulsiones empezaban con recuerdos de los momentos desagradables que había vivido en cualquier momento de su vida, luego los más recientes. Entonces empezaba a respirar más superficialmente y con mayor frecuencia, hasta parecía que le faltaba el aire y luego caía al piso, olvidando todo. Lo especial es que nunca se hacía daño alcaer.
Por las características planteadas y por algunas más que conversamos, con ella y con la familia, llegamos a la conclusión de que no se trataba de una epilepsia, que en este caso se trataba de un Trastorno disociativo, que es un trastorno mental.
Aquella vez, conversé con ella. Se le dio el tratamiento integral respectivo. Y actualmente se encuentra en proceso de recuperación. No se han vuelto a repetir este tipo de episodios, y continúa en tratamiento psicológico.
Tengo la certeza de que se repondrá por completo, que volverá a tener la confianza en sí misma y a expresar sus pensamientos y sentimientos de acuerdo a las circunstancias, en una forma saludable.
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